Por Fabián Dominguez
Jorge Rivelli, el escritor que vive en
estado de poesía, violó la cuarentena, escupió en la cara al Covid 19, salió
del hospital, se subió a su bicicleta y se fue pedaleando por una calle que termina
en bar. No se escapó, la huesuda lo buscó el domingo 14 de junio, un día
después del día del escritor. Ahora sé, con tristeza, que si el teléfono de
casa suena a la medianoche no será él.
Lo conocí hace dos décadas, cuando él
vivía en Del Viso y, junto con Alejandra Mendé, su pareja, pedaleaban por
Lisandro de la Torre. Golpeaban casa por casa para ofrecer las dos revistas que
editaban: La Juntaluz, sobre cultura
local, y Omero poesía, sobre los
poetas de aquí, allá y todas partes. Nunca pasó por Puán. Su poesía estaba entre
Borges y los bomberos voluntarios de la Boca, entre Mozart y Pity Alvarez,
entre Picasso y el pintor de paredes de Villa del Carmen. En 1954 pisó Vicente
López por primera vez y se dedicó a vivir cuatro décadas, hasta que descubrió
la poesía. Militó en el PC algún tiempo y no enloqueció ni con Marx, ni con
Lenin, sino con Maiakovsky y los poetas soviéticos, no solo leyendo sino
también escribiendo. Cuando superaba en largo los treinta años, varios hijos y
se había bebido la vida, publicó sus primeros poemas.
La década menemista lo provocó y sus
textos tenían ritmo de videoclip con poemarios como Tiempo para matar, Movimiento en fuga y Trompe l´oeil. En 1997 sale Hebra
mojada, escrito a dos manos con Alejandra Mendé, y en 1999 crea la revista
de poesía Omero, que va a dirigir durante una década. En 2004 publica Matambre,
una serie de poemas más cerca al punk rock que de las oscuras golondrinas de
Becker; y al año siguiente gana el premio Fondo Nacional de las Artes por Las calles terminan en los bares. Bukowsky,
Waits, Ferlinghetti, Ginsberg fueron sus primos lejanos, y acá Juan L. Ortiz su
modelo y César Fernández Moreno la voz de su generación. Los cuadernos donde
están escritos sus poemas son prolijos, con una letra clara, sin dejar dudas
sobre lo que quería decir. Descubrió una birome Pelikán que le resultaban
cómodas por su trazado, su tamaño y estética. Platos de agua/copas de fuego es de 2012 y luego vendrán Baila baco baila, Manhattan Gandhi, Barfly,
Venus viagra & violetas. En marzo del año pasado lo visité en su casa,
y tenía sobre la mesa un poemario de largo aliento donde visita el infierno y a
Dante: Madrigal del diablo. Intercambiamos
libros, autógrafos y me regaló la Pelikán que estaba usando.
Además de escribir, ¿de qué trabajas?-,
fue mi pregunta idiota, pequeñoburguesa, el día que lo conocí.
-El capitalismo siempre te reclama un
trabajo como para justificar tu presencia en el sistema-, se mató de risa,
mientras besaba gozoso el borde de una copa. Tiempo después fue el anfitrión de
la casa de la ruta 26 para escuchar a Humberto Rivas y su obra de teatro sobre
Nijinsky.
Intenso, rítmico, rabioso, sarcástico,
juguetón es el sello de la escritura de Rivelli. Poeta urbano, donde la
agitación febril del asfalto está presente. Cuando recitaba era rotundo como un
trueno y dejaba en silencio a los que escuchaban. Sus lecturas eran el goce de
la belleza pero a la vez la arenga para disfrutarla desde cualquier ubicación,
ya fuera el Malba o un Mc Donald, desde la calle de tierra de Alberdi o la
vieja ruta 8. Si los oídos no estaban preparados para la provocación el lector
distraído podía quedar fuera del juego político, histórico y social, porque esa
poesía no se evadía de la realidad sino que iba hasta lo sublime y gangrenoso
de lo cotidiano.
Un día pasaba frente a la estación y vio
que de un supermercado salía un flaco desgarbado, con un buzo holgado.
-¡Flaco¡ Te quiero regalar esta revista
de poesía-, le dijo a Luis Alberto Spinetta, quien vivió una temporada en un
barrio cercano, junto a su novia modelo. El Flaco lo saludo afectuoso,
charlaron de poesía, y cada uno le firmó un autógrafo al otro.
Cuando fue a la feria del libro de Junín
un grupo de chicos compraron sus libros, y luego se enteró que a sus poesías le
pusieron música de murga. En la feria del libro de Buenos Aires, a cargo de un
stand, llegó a vender más de cien libros propios, convenciendo a los
compradores dudosos.
-Este libro molestó a muchos políticos,
y su autor murió de tristeza. ¿Recuerda la gran quema de libros en la plaza de
Anillaco?-, mentía convencido, mientras la mujer se conmovía y sacaba la
billetera de su cartera.
Cuando cerró la revista Omero, abrió el
blog cainabella, y los días pares de la semana, a las 10 de la mañana, subía un
poema y una escueta biografía del autor, sin repetir ninguno de los dos,
superando mil poetas/mas. Rivelli era un hippie viejo, una mezcla de comunista,
trotsko, anarquista y kirchnerista que, como todo hombre bueno, solo quería que
el pueblo viviera feliz. No era el Bukowsky criollo, ni Discépolo resucitado,
sino el Rivelli que este tiempo reclamaba. Hay una decena de libros desde donde
nos habla, y seguro que vendrán otros, entre ellos La metáfora o una ficción en la ciudad de los pájaros, escrita a
dos manos con Alejandra Mendé, en homenaje al pueblo de Del Viso.
Mis amigos, que no leen poesía ni
conocían a Rivelli, recuerdan siempre el día que me acompañó a presentar un
libro sobre Walsh. En esa mesa también estaban Julio Azzimonti y Hugo Alba.
Antes de la presentación Jorge, que sabía que las calles terminan en bares, visitó
a viejos amigos. Un rato antes de la presentación lo vieron entrar a un bar,
pedir un vino, leer un poema en voz alta, recitar un segundo texto parado en la
silla, y después el tercero, arriba de la mesa y a viva voz, con el aplauso de
los parroquianos y el vino derramándose entre los labios. Así, bien regado, fue
a la presentación.
Los biógrafos gustan describir ese
momento último donde se escuchan las palabras póstumas del héroe. Jorge se
reiría en tono burlón al recordar el mito de la batalla que cerró con un “muero
contento, hemos batido al enemigo”; o al creador de la azuliblanca diciendo
“hay Patria mía”. Seguro le parecería más lógica la versión de Walsh recordando
al soldado que moría en la vereda de su casa, en la madrugada de 1956, gritando
“no me dejen solo, hijos de puta”. Jorge cerró su último libro con la
descripción de ese momento: “en el fin de la noche el grito de los dioses/ me
da la voz para cantarle a mis muertos”.
¡Salud compañero¡ Te fuiste, te
extrañamos y eso marca cuanto te metiste en nuestros corazones…
Fabián Domínguez: Profesor de Historia, periodista. Ha escrito sobre Rodolfo Walsh y sobre investigaciones en la Región de desaparecidos. Su último libro es 'Tierra de sombras'
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